domingo, 19 de agosto de 2007
Flipo...
Pedro J. Ramírez me ha citado en su artículo dominical en El Mundo, con motivo de un artículo mío que publiqué esta semana en www.e-noticies.com.
Aquí tenéis su columna integra. Me cita al final...
CARTA DEL DIRECTOR
Quevedo y el basilisco o Cataluña ante el espejo
PEDRO J. RAMIREZ«No quiero que sea difícil acabarme de leer, sino empezar a responderme»
(Francisco de Quevedo y Villegas, circa 1641)
Quién hubiera dicho hace treinta años que la vida pública de la cosmopolita Cataluña quedaría encerrada en un celtibérico callejón del Gato, con forma de hilera de sardana, del que todas las tragedias, grandes, medianas y pequeñas, saldrían indefectiblemente reflejadas en forma de farsa. Basta seguir la actualidad para entender el proceso. La extravagante sesión que enmarcó la comparecencia del presidente de Endesa en el Parlament, la catarata de panegíricos de índole religiosa que han amortajado el suicidio del fanático Xirinacs y el reciente viaje a Lisboa del presidente de la Generalitat -el ex andaluz Pepe Montilla- para firmar un convenio con la Televisión Portuguesa, a fin de coproducir documentales y películas sobre la simultánea rebelión de ambos territorios en 1640 contra la opresora monarquía hispánica, son, desde luego, episodios que imprimen carácter.
I.- INTERPELANDO EN CATALAN A UNO DE TERUEL
Los reiterados fallos en los servicios públicos, y muy especialmente el tremendo apagón eléctrico del mes pasado, han supuesto, claro está, un sinfín de triviales tragedias -ansiedad, temor, calor, frío, indignación, ruido, gasto- de la vida cotidiana. La suma de todas ellas habría formado una montaña más alta que Montjuïc.Pero la democracia bien podía haberse tomado el lunes la revancha.No es, desde luego, habitual tener la oportunidad de someter a un público tercer grado y, eventualmente, cantarle las cuarenta al presidente de la compañía privada a la que se achaca un colapso de esa naturaleza. Cuando se cae un avión, el capo de la aerolínea no aparece por ningún sitio. Cuando se contamina un parque natural, échale un galgo al presunto responsable de los vertidos tóxicos que tal vez lo pilles en Suecia. Sin embargo, esta vez -ahí lo tienen, es todo suyo, señores diputats- Manolo Pizarro comparecía, a petición propia, en la primera fecha disponible.
Lo único más inaudito que el que los portavoces de todos los grupos -menos el PP y Ciutadans- desaprovecharan gran parte de su capacidad indagatoria y fuerza dialéctica, empeñándose en hablar durante horas en catalán a un turolense afincado en Madrid, cuando todos los oradores, todos los presentes en la cámara y todos los telespectadores y radioyentes que siguieran el debate dominaban perfectamente el español; lo único más inaudito, digo, es que los periódicos locales que al día siguiente constataban, en una mezcla de estupor y masoquismo, la corrida en pelo a la que «la Tizona» castellano-aragonesa había sometido al «florete catalán», no relacionaran -en sus editoriales escritos en el idioma preferido por sus lectores- una circunstancia con la otra.
El problema de los caracterizados por el director adjunto de La Vanguardia Alfredo Abián como «espadachines inexpertos» no era de bisoñez -pues anda que no llevan mili a sus espaldas Nadal, Ridao o el propio Oriol Pujol, que lo ha mamado desde pequeño-, sino de falta de discurso. A Pizarro no le cantaron ni las cuarenta, ni las treinta, ni las veinte, ni las diez porque ni sabían demasiado de lo que se hablaba, ni estaban allí para aprendérselo. Se limitaron a dejar patente su mala educación no dándole ni las buenas tardes, dirigiéndose a él en la «lengua propia» -es decir la que excluye a los que no forman parte del pueblo elegido- y ofreciéndole el pinganillo de la traducción simultánea y los subtítulos, como a partir de ahora va a hacer siempre TV3, a la que por supuesto, cuando nos inviten, algunos contestaremos que vaya la «seva tieta».
No, los diputados nacionalistas -patético PSC incluido- no estaban allí para esmerarse en una actividad de control parlamentario al servicio de una ciudadanía tan ideológica, cultural y lingüísticamente plural como uniformemente cabreada, sino para representar una vez más el tedioso rigodón identitario. Para preservar un espacio simbólico de la intrusión foránea. Si le hubieran hablado a Pizarro en castellano seguro que el debate habría sido más vivo, el interrogatorio más preciso, las réplicas y contrarréplicas más eficaces...
¿Eficacia? ¿Quién ha dicho que se tratara de eso? Haber empleado el idioma común de todos los españoles hubiera significado pasar por el aro del utilitarismo, rendirse a la evidencia de la nivelación con el simple turolense de amenazante apellido. Algo así como si los regidores de Barcelona que formaban parte del Consejo de Ciento hubieran renunciado a su pretendido derecho a permanecer cubiertos ante los príncipes de sangre real y se hubieran destocado, cual murcianos o extremeños, ante el cardenal-infante Fernando, hermano de Felipe IV, cuando éste acudió a las Cortes catalanas en 1632.
II.- O EL LENGUADO, O LA GUERRA
Esa escaramuza fue el prólogo de la inmensa tragedia que se desencadenó en Barcelona el día del Corpus de 1640. Para los hombres del siglo XVII, tan ayunos de conocimiento y razón como prisioneros de reputaciones, la soberanía se resumía en ese código tan simple: quién se quita o no el sombrero, quién es el que rinde tributo y quién es el que lo recibe. Por eso, cuando la crisis del Principado ya había estallado en toda su sangrienta virulencia, lo que a finales de aquel annus horribilis -acababa de quemarse el Palacio del Buen Retiro- desató la consternación en la corte madrileña fue comprobar cómo no llegaba el protocolario lenguado que desde Lisboa enviaban al Rey para celebrar la Vigilia de la Inmaculada.O el lenguado, o la guerra. La rebelión de Portugal era un hecho y el penúltimo de los Austrias y su ciclotímico Conde-Duque debían afrontar esa consuntiva guerra en dos frentes que a ellos les partió el espinazo y tanta ilusión le hace ahora a Montilla rememorar cinematográficamente.
De haber perdurado la costumbre, y siendo intercambiables lenguados y merluzos, es al propio president jienense, con sus ojos de pez disecado, sus cocochas al pil pil y su perpetuo balbuceo de piscifactoría, al que deberían mandar este año los portugueses en una bandeja adornada con limones a La Moncloa. Zapatero se lo cenaría a gusto -si eso le sirviera de alternativa a la decisión del Tribunal Constitucional sobre el Estatut-, y la inteligencia política de la península Ibérica no sufriría merma alguna.
La idolatría nacionalista no deja de ser la última mutación de esa enfermedad totalitaria -o totalizadora al menos- que, apelando al vacío dejado por las convicciones religiosas, Steiner bautizó como «nostalgia del absoluto», pero al menos Pujol o Maragall eran sinceros en su fanatismo. La obsesión de que todo parezca como si siguiera mandando uno de ellos -y no la de demostrar que se puede presidir la Generalitat siendo socialista, obrero y español- recuerda en el caso del mediocre arribista Montilla todo el celo con que los esclavos libertos cumplían con el obsequium que debían a sus antiguos amos, realizando «voluntariamente» las mismas tareas que tenían encomendadas antes de la manumisión.
No deja de ser una aleccionadora pirueta de la evolución a la inversa del homo sapiens que muchos de quienes en su día abrazaron el marxismo o sus destilaciones socialdemócratas porque, según Steiner, «como hace la gran teología, ofrece una explicación completa de la función del hombre y un contrato de promesa mesiánica respecto al futuro», encuentren ahora en el nacionalismo una especie de sucedáneo del sucedáneo. Cuando en aquel malhadado 1640 supo de una reyerta entre el virrey de Cataluña -el pronto asesinado conde de Santa Coloma- y uno de sus aliados napolitanos, Olivares exclamó: «¡Malditas sean las naciones y malditos los hombres nacionales!... Amo a todos los vasallos del Rey nuestro señor y no soy yo nacional, que es cosa de muchachos».
III.- "TU HAS ESTAT VALENT I JO HE ESTAT COVARD"
¡Cosa de muchachos! Si la interpretación del mundo y de la Historia a través de la lucha de clases no dejaba de tener algo de inmadura ligereza, la disposición a filtrarlo todo a través de la dimensión nacional -catalana, vasca o, si fuera el caso, genéricamente española- debería quedar directamente encuadrada en una especie de adolescencia crónica, por no hablar de infantilismo patológico.Sería lo menos malo que en justicia podríamos decir de Xirinacs, ese ofensivo, cruel y repelente niñato de 75 años, empeñado en joder con la pelota de la provocación, capaz de frotar con sal y vinagre las heridas de las víctimas del terrorismo y elogiar, desafiante, a sus verdugos. Menudo hijo de su madre.
«Avui la meva nació esdevé sobirana absoluta en mi», dejó escrito en su calculada nota de suicida. Lástima que algunos de los etarras a los que elogió y otros tantos batasunos que le han embalsamado ahora con sus loas no le sigan por la misma torrentera. Sería la única forma de obtener algún beneficio colateral de ese ejercicio de autodeterminación, de esa «soberanía absoluta», exaltada de acuerdo con el diagnóstico de Steiner. Para Xirinacs lo «absoluto» era la lucha contra la ocupación de los Paisos Catalans por España, Francia e Italia, «desde hace varios siglos». Lo relativo, en cambio, el sufrimiento de quienes perdieron a un familiar en la masacre de Hipercor o cualquier otro atentado de esos «amigos» de las libertades catalanas que renuncian a la novia y al cine para seguir sembrando de bombas su camino de perfección.
Trastornados así, encabronantemente instalados en el limbo de la puerilidad patriótica, los hay en todas partes. De Sabino Arana desciende toda una remesa y el fascismo español también ha dado unos cuantos buenos especímenes, incluido algún que otro cuervo ensotanado como éste. La diferencia es que cuando la espiche el protonotario o cualquier otro de sus émulos, no habrá nadie respetable que desde el periodismo o la política se preste a amplificar su delírium trémens.
A Xirinacs, en cambio, le ha seguido el juego místico-macabro todo quisque como si en lugar de quitarse la vida, hubiera ascendido en carne mortal al Paraíso. Mientras en Madrid un cronista algo herrumbroso se aferraba a la glosa de sus constructivas enmiendas constitucionales en el bienio 77-78 -diantre, Robespierre también se opuso a la pena de muerte en la Asamblea Constituyente, pero su biografía no concluyó ahí-, en Barcelona su cortejo fúnebre ha sido el de la comunión de las almas.
Cuando Pujol le denominó «profeta bíblico» no se sabe muy bien si fue asumiendo el papel de Yahvé al contemplar como hasta a él -perdón, hasta a El- se le desmanda el rebelde Isaías o sintiendo la morbosa deleitación en la pronosticada decadencia que, naturalmente, debe suceder una vez que el brío del gran Nabucodonosor ha dado paso a la insípida molicie del pobre Balthasar tras el interregno del errático Nabónidus. Cuando, hablando en nombre de Montilla y su gobierno tripartito, Joaquim Nadal exaltó su dimensión «apostólica», no está claro si se refería a sus viajes misioneros hasta los últimos confines de los Paisos Catalans, a su judicialmente certificada apología del terrorismo o al carácter ejemplar de ese su postrer «acto de soberanía». ¿Propondrá este Govern que el suicidio de Xirinacs forme parte de su Educació per la Ciutadania?
El más sincero ha sido el novelista Alfred Bosch en el Avui, poniendo el dedo en la llaga del problema de la insuficiencia de los esfuerzos emancipadores de la Cataluña esclava: «Mentre jo buscava la supervivencia, tu abraçaves el calvari I proclamo, admirat Xirinacs, que tu has estat valent i jo he estat covard, i em temo que ho continuaré sent». Este es el gran drama: que el pueblo elegido -ni siquiera individuos tan concienciados como el compareciente- no ha estado a la altura de su Mesías. Y lo que es peor: tampoco dará la talla en el futuro porque aunque el espíritu está fuerte, la carne es débil y se conforma, acomodaticia, con las glorias del Barça y el apartamento en la playa. Por eso ya que el martirio del redentor también esta vez será en vano, descendámosle con mimo de la cruz de ese «calvario» y amortajémosle con nuestro mejor mohín de exaltación patriótica. «Xirinacs buscaba, a su manera, esta grieta del que se hace trampas en el solitario», ha escrito con meritoria lucidez nuestro antiguo columnista Francesc-Marc Alvaro. Solo cabe añadir que, visto lo visto, esa búsqueda fue lo único fructífero de tan destartalada vida.
IV.- "NI POR EL GÜEVO, NI POR EL FUERO"
De ahí que lo más irritante de sus exequias haya sido verlas impregnadas «por la decadencia -de nuevo Steiner- de la antigua y magnífica arquitectura de la certeza religiosa». Al margen de la particularidad contemporánea de que, quien como suicida hubiera tenido vedada la inhumación en campo santo, haya sido encumbrado a los altares del edén nacionalista con tanto incienso y liturgia canónica, fue esa misma manipulación de lo sagrado la que sacó de sus casillas a Quevedo cuando leyó en su prisión leonesa del hoy Hostal de San Marcos un panfleto llamado Proclamación Católica en el que los rebeldes catalanes no sólo justificaban su conducta, sino que se jactaban de tener a Dios de su parte.Concretamente alegaban que cuando, tras el Corpus de la Sangre en el que los Segadors de la «Catalunya triomfant» persiguieron al virrey como a un conejo hasta darle matarile en la playa, la celebración religiosa se trasladó a otro día posterior, «en él se paró el sol», mientras algunas de las imágenes más veneradas comenzaban a «sudar y llorar».
Sacando fuerzas de flaqueza en defensa de la Monarquía felipista que tan ingratamente le pagaba, Quevedo recordaba la severa reprimenda a San Pedro, cuando desenvainó la espada e hirió a uno de los sayones en Getsemaní, para preguntarse si ese mismo Cristo «¿alargará la vida al día por autorizar con tan esclarecido milagro un homicidio alevoso de los segadores de Barcelona?». Y aun añadía un argumento de mayor autoridad: «No se paró el sol cuando el catalán Benito Ferrer -un célebre sacrílego quemado por la Inquisición- pisó la hostia consagrada, ¿y quieren los catalanes que se pare en aprobación de la muerte que ellos dieron a su gobernador y capitán general? Hasta el sol quieren sacar de su curso, sin advertir que el privilegio de pararle lo da Dios y no el Libro Verde».
El Libro Verde o Llibre Verd era el códice del siglo XIV que contenía los fueros de la ciudad de Barcelona y, naturalmente -ay del que crea que los problemas del Estatut se zanjarán con una «sentencia interpretativa» por parte del TC- los levantados en armas contra la Corona hacían su propia lectura unilateral.En su fogosa réplica, digna por su vigor y brillantez de cualquier antología del periodismo de opinión, titulada La rebelión de Barcelona ni es por el güevo ni es por el fuero, Quevedo denuncia una falsificación que hoy resulta muy familiar: «Muchos fueros y privilegios leí tan diferentes de cómo los alegan, que los desconocí y, siendo los mismos, los tuve por otros. No los alegan como los tienen, sino como los quieren No hay fuero que diga: "Los catalanes sean vasallos sin señor, de quien quisieren, hasta cuando quisieren, como quisieren"».
Pero, además de la falta de base jurídica, Quevedo alegaba, como algunos hemos hecho con relación al nuevo Estatut, que Cataluña hacía un mal negocio intentando romper amarras con España: «Hoy nada es suyo sino la rebelión. Las haciendas son de las armas auxiliares; las vidas, del peligro; las honras, de los huéspedes, y el sagrado santuario, sueldo de calvinistas». Esta última alusión se refería a la situación del monasterio de Montserrat de cuyos tesoros trataba de apoderarse el ejército francés -plagado de hugonotes- que había acudido en ayuda de la Diputación sublevada por Pau Claris.
«Luego no es ni ha sido por el güevo», concluía Quevedo antes de apelar al famoso apólogo aristotélico del caballo que recabó el concurso de un hombre para ajustar cuentas con otros animales y se encontró muy pronto sometido a su vara y sus espuelas: «Vengado, pero sujeto al que lo vengó». La fábula servía entonces para los aliados gabachos, pero resume igual de bien el contrato que la sociedad catalana viene renovando desde el inicio de la Transición con la clase política nacionalista.
Por mucho que se calienten los ánimos en los futuros debates sobre financiación autonómica -Zapatero ya ha comentado que serán la verdadera piedra de toque que hará viable o no la aplicación del Estatut- y por mucho que la garantía de un determinado nivel de inversiones públicas, con la que los demás no cuentan, recuerde algunos de los trucos del Buscón o el Lazarillo, no creo, sin embargo, que nadie llegue a la exagerada descalificación quevedesca, propia de quien no tiene nada que perder cuando compara a los habitantes del Principado con «el ladrón de tres manos que, para robar en las iglesias, hincado de rodillas, juntaba con la izquierda otra de palo y en tanto que, viéndole puestas las dos manos, le juzgaban devoto, robaba con la derecha».
A pesar de que los nacionalistas den a menudo la sensación de estar al mismo tiempo al plato del reparto y a las tajadas de la separación, esta metáfora no es hoy en día de recibo y menos en forma de generalización. Pero cuando Quevedo acierta de pleno y se convierte en premonitoriamente actual es al volver sobre sus pasos y describir a la criatura que está rompiendo el cascarón de ese «güevo» que, ahora en su acepción más literal, ha sido empollado por la fronda de la rebelión antiespañola. «Es güevo de gallo -eso va por los franceses- y produce un basilisco».
V.- NACIDO DE GALLO, DE SERPIENTE Y DE SAPO
Aunque la palabra ya sólo se utiliza por analogía para referirse a una persona tan «furiosa y dañina» como suelen serlo muchos de estos obcecados nacionalistas radicales, la leyenda del basilisco subyugó durante siglos la imaginación popular. Se trataba de un animal mitológico, engendrado por la unión de un gallo y una serpiente e incubado por un sapo, que, al cabo de un largo periodo de gestación, nacía con una corona en la cabeza -etimológicamente basilisco procede del griego y quiere decir «regulo» o «reyezuelo»-, poseía la apariencia de sus tres progenitores y nada menos que la capacidad letal de matar con la mirada. Precisamente por eso no había método más eficaz de combatirlo que llenar las habitaciones de espejos para que su amenaza se convirtiera en autodestructiva.
El basilisco al que se estaba refiriendo Quevedo era la efímera República catalana, parida y proclamada por el concurso de voluntades entre los distintos estamentos de los rebeldes, Luis XIII y su valido Richelieu. Según explica Elliott, aquel engendro «sólo duró una semana y no sirvió más que de fachada para traspasar la propiedad de España a Francia fue una mala jugada del Gobierno republicano de la que los mismos catalanes fueron responsables».El monarca francés se convirtió en el nuevo Conde de Barcelona.Como advertía Quevedo, «mudar de señor no es ser libres». Portugal nunca volvió a la corona española, pero Cataluña fue reconquistada pronto por la fuerza, para gran alivio de la mayoría de sus habitantes.
Si aquella pretensión de entonces de ser «libres con señor» era, según Quevedo, «aborto monstruoso de la política», ¿qué otra cosa puede diagnosticarse ahora respecto a este nuevo basilisco estatutario que establece que la «nación catalana» se constituye en «comunidad autónoma» española, mientras se arroga hasta la «competencia exclusiva en materia de tiempo libre», como si pudiera ser «libre» algo -nada menos que el territorio de Eros y de Cronos- cuando se afirma que «compete exclusivamente» al arbitrio del poder?
Concebido inicialmente a resultas de la tórrida entrega de Zapatero a la fuerza seminal de sus aliados de Esquerra e Iniciativa, durante el calentón de una noche de farra con Maragall y otros amigos; incubado luego, entre varias tentativas de aborto, durante las seductoras visitas de Artur Mas a La Moncloa, pitillo en ristre; y podado al fin, al buen tun tun, de algunas de sus extremidades más aparatosas justo antes del parto, el deforme monstruito lleva ya más de un año correteando entre las palomitas de la Plaza de Cataluña -perdón, de Catalunya- sin que el Tribunal Constitucional se haya dignado aún bendecirlo en su pila bautismal. Como hijo de tantos padres arrastra las taras de todos ellos, sin que la jungla dispositiva de sus tropecientos artículos deje margen para que puedan brillar con limpieza las virtudes de ninguno.Y, al igual que en las leyendas medievales, el basilisco no es solamente una criatura, sino también una atmósfera de ansiedad, inestabilidad y amenaza.
VI.- LA TEMPERATURA DEL AGUA EN EL OASIS
Que nadie espere por parte de Zapatero un impulso clarificador a este respecto. Si por él fuera Maria Emilia Casas se habría olvidado este verano, haciendo submarinismo en un arrecife de coral, la llave del cajón en el que tiene bien guardados los recursos del PP y el Defensor del Pueblo. «Parece que, por temperamento -diagnostica Elliott-, al Conde-Duque le costaba trabajo tomar decisiones claras y netas, sin acompañarlas de fórmulas restrictivas y proposiciones subsidiarias que debilitaban o subvertían la línea de actuación que proponía seguir. Fuera como fuera, daba muestras de tener una persistencia a vacilar hasta que en vez de elegir él su política, la política lo elegía a él». ¿Se acuerdan de aquello de «apoyaré el Estatuto que venga de Cataluña»? ¿Y de aquello otro de «Nación, ese concepto discutido y discutible»? Háganlo en marzo a la hora de votar.
Hasta entonces la única terapia que nos queda es la de los espejos.Cuanto más minuciosamente contemple la sociedad catalana al reyezuelo que se le ha instalado dentro, más posibilidades tendrá de desembarazarse algún día de su yugo porque uno de los atributos de todo basilisco es que «si mira lo que hace, deshace lo que mira». Por eso la participación en el referéndum no llegó al 50%, por eso el índice de insatisfacción política -según el Centre d'Estudis d'Opinió de la Generalitat- acaba de subir cinco puntos y aúna ya al 60% de los catalanes, por eso en este verano del descontento la crítica política adquiere ya el tono de las increpaciones de la grada del Camp Nou:
«Geli, menys propaganda i més fets», le espetaba el otro día Sergi Fidalgo desde su muy seguida columna de e-noticies a la consejera de Sanidad Marina Geli. «Menys discursos i més metges.Menys demagógia O es que tens accions de les mútues privades i ja et va bé el deteriorament de aquest servei públic? No ets consellera de Salut, ets consellera de la Sanitat Pública de Merda».
Esta es la verdadera temperatura del agua en el oasis. En ningún colegio de la ciudad que fue capital mundial de la edición en castellano se puede estudiar hoy en la lengua de Quevedo. Muy pronto tampoco en sus universidades. En la otrora Atenas de la modernidad se vigilan los rótulos de los escaparates como en Teherán el largo de las faldas. Los únicos records que bate ya la Barcelona olímpica son los del ensimismamiento. Entre tanto el ateo Carod rinde homenaje institucional al suicida Xirinacs en una basílica católica -al que no le guste «que se aguante»- y a Montilla se le sigue poniendo cara de lenguado embandejable.Pero a base de oficializar sus casi cuatro siglos de enemistad y antagonismo con cuanto significaba Olivares, a la Cataluña real parece habérsele contagiado aquella característica tan singular que el nuncio pontificio veía en el valido de Felipe IV: «Siempre quiere hacer ver que en realidad no quiere lo que está queriendo».
pedroj.ramirez@el-mundo.es
Aquí tenéis su columna integra. Me cita al final...
CARTA DEL DIRECTOR
Quevedo y el basilisco o Cataluña ante el espejo
PEDRO J. RAMIREZ«No quiero que sea difícil acabarme de leer, sino empezar a responderme»
(Francisco de Quevedo y Villegas, circa 1641)
Quién hubiera dicho hace treinta años que la vida pública de la cosmopolita Cataluña quedaría encerrada en un celtibérico callejón del Gato, con forma de hilera de sardana, del que todas las tragedias, grandes, medianas y pequeñas, saldrían indefectiblemente reflejadas en forma de farsa. Basta seguir la actualidad para entender el proceso. La extravagante sesión que enmarcó la comparecencia del presidente de Endesa en el Parlament, la catarata de panegíricos de índole religiosa que han amortajado el suicidio del fanático Xirinacs y el reciente viaje a Lisboa del presidente de la Generalitat -el ex andaluz Pepe Montilla- para firmar un convenio con la Televisión Portuguesa, a fin de coproducir documentales y películas sobre la simultánea rebelión de ambos territorios en 1640 contra la opresora monarquía hispánica, son, desde luego, episodios que imprimen carácter.
I.- INTERPELANDO EN CATALAN A UNO DE TERUEL
Los reiterados fallos en los servicios públicos, y muy especialmente el tremendo apagón eléctrico del mes pasado, han supuesto, claro está, un sinfín de triviales tragedias -ansiedad, temor, calor, frío, indignación, ruido, gasto- de la vida cotidiana. La suma de todas ellas habría formado una montaña más alta que Montjuïc.Pero la democracia bien podía haberse tomado el lunes la revancha.No es, desde luego, habitual tener la oportunidad de someter a un público tercer grado y, eventualmente, cantarle las cuarenta al presidente de la compañía privada a la que se achaca un colapso de esa naturaleza. Cuando se cae un avión, el capo de la aerolínea no aparece por ningún sitio. Cuando se contamina un parque natural, échale un galgo al presunto responsable de los vertidos tóxicos que tal vez lo pilles en Suecia. Sin embargo, esta vez -ahí lo tienen, es todo suyo, señores diputats- Manolo Pizarro comparecía, a petición propia, en la primera fecha disponible.
Lo único más inaudito que el que los portavoces de todos los grupos -menos el PP y Ciutadans- desaprovecharan gran parte de su capacidad indagatoria y fuerza dialéctica, empeñándose en hablar durante horas en catalán a un turolense afincado en Madrid, cuando todos los oradores, todos los presentes en la cámara y todos los telespectadores y radioyentes que siguieran el debate dominaban perfectamente el español; lo único más inaudito, digo, es que los periódicos locales que al día siguiente constataban, en una mezcla de estupor y masoquismo, la corrida en pelo a la que «la Tizona» castellano-aragonesa había sometido al «florete catalán», no relacionaran -en sus editoriales escritos en el idioma preferido por sus lectores- una circunstancia con la otra.
El problema de los caracterizados por el director adjunto de La Vanguardia Alfredo Abián como «espadachines inexpertos» no era de bisoñez -pues anda que no llevan mili a sus espaldas Nadal, Ridao o el propio Oriol Pujol, que lo ha mamado desde pequeño-, sino de falta de discurso. A Pizarro no le cantaron ni las cuarenta, ni las treinta, ni las veinte, ni las diez porque ni sabían demasiado de lo que se hablaba, ni estaban allí para aprendérselo. Se limitaron a dejar patente su mala educación no dándole ni las buenas tardes, dirigiéndose a él en la «lengua propia» -es decir la que excluye a los que no forman parte del pueblo elegido- y ofreciéndole el pinganillo de la traducción simultánea y los subtítulos, como a partir de ahora va a hacer siempre TV3, a la que por supuesto, cuando nos inviten, algunos contestaremos que vaya la «seva tieta».
No, los diputados nacionalistas -patético PSC incluido- no estaban allí para esmerarse en una actividad de control parlamentario al servicio de una ciudadanía tan ideológica, cultural y lingüísticamente plural como uniformemente cabreada, sino para representar una vez más el tedioso rigodón identitario. Para preservar un espacio simbólico de la intrusión foránea. Si le hubieran hablado a Pizarro en castellano seguro que el debate habría sido más vivo, el interrogatorio más preciso, las réplicas y contrarréplicas más eficaces...
¿Eficacia? ¿Quién ha dicho que se tratara de eso? Haber empleado el idioma común de todos los españoles hubiera significado pasar por el aro del utilitarismo, rendirse a la evidencia de la nivelación con el simple turolense de amenazante apellido. Algo así como si los regidores de Barcelona que formaban parte del Consejo de Ciento hubieran renunciado a su pretendido derecho a permanecer cubiertos ante los príncipes de sangre real y se hubieran destocado, cual murcianos o extremeños, ante el cardenal-infante Fernando, hermano de Felipe IV, cuando éste acudió a las Cortes catalanas en 1632.
II.- O EL LENGUADO, O LA GUERRA
Esa escaramuza fue el prólogo de la inmensa tragedia que se desencadenó en Barcelona el día del Corpus de 1640. Para los hombres del siglo XVII, tan ayunos de conocimiento y razón como prisioneros de reputaciones, la soberanía se resumía en ese código tan simple: quién se quita o no el sombrero, quién es el que rinde tributo y quién es el que lo recibe. Por eso, cuando la crisis del Principado ya había estallado en toda su sangrienta virulencia, lo que a finales de aquel annus horribilis -acababa de quemarse el Palacio del Buen Retiro- desató la consternación en la corte madrileña fue comprobar cómo no llegaba el protocolario lenguado que desde Lisboa enviaban al Rey para celebrar la Vigilia de la Inmaculada.O el lenguado, o la guerra. La rebelión de Portugal era un hecho y el penúltimo de los Austrias y su ciclotímico Conde-Duque debían afrontar esa consuntiva guerra en dos frentes que a ellos les partió el espinazo y tanta ilusión le hace ahora a Montilla rememorar cinematográficamente.
De haber perdurado la costumbre, y siendo intercambiables lenguados y merluzos, es al propio president jienense, con sus ojos de pez disecado, sus cocochas al pil pil y su perpetuo balbuceo de piscifactoría, al que deberían mandar este año los portugueses en una bandeja adornada con limones a La Moncloa. Zapatero se lo cenaría a gusto -si eso le sirviera de alternativa a la decisión del Tribunal Constitucional sobre el Estatut-, y la inteligencia política de la península Ibérica no sufriría merma alguna.
La idolatría nacionalista no deja de ser la última mutación de esa enfermedad totalitaria -o totalizadora al menos- que, apelando al vacío dejado por las convicciones religiosas, Steiner bautizó como «nostalgia del absoluto», pero al menos Pujol o Maragall eran sinceros en su fanatismo. La obsesión de que todo parezca como si siguiera mandando uno de ellos -y no la de demostrar que se puede presidir la Generalitat siendo socialista, obrero y español- recuerda en el caso del mediocre arribista Montilla todo el celo con que los esclavos libertos cumplían con el obsequium que debían a sus antiguos amos, realizando «voluntariamente» las mismas tareas que tenían encomendadas antes de la manumisión.
No deja de ser una aleccionadora pirueta de la evolución a la inversa del homo sapiens que muchos de quienes en su día abrazaron el marxismo o sus destilaciones socialdemócratas porque, según Steiner, «como hace la gran teología, ofrece una explicación completa de la función del hombre y un contrato de promesa mesiánica respecto al futuro», encuentren ahora en el nacionalismo una especie de sucedáneo del sucedáneo. Cuando en aquel malhadado 1640 supo de una reyerta entre el virrey de Cataluña -el pronto asesinado conde de Santa Coloma- y uno de sus aliados napolitanos, Olivares exclamó: «¡Malditas sean las naciones y malditos los hombres nacionales!... Amo a todos los vasallos del Rey nuestro señor y no soy yo nacional, que es cosa de muchachos».
III.- "TU HAS ESTAT VALENT I JO HE ESTAT COVARD"
¡Cosa de muchachos! Si la interpretación del mundo y de la Historia a través de la lucha de clases no dejaba de tener algo de inmadura ligereza, la disposición a filtrarlo todo a través de la dimensión nacional -catalana, vasca o, si fuera el caso, genéricamente española- debería quedar directamente encuadrada en una especie de adolescencia crónica, por no hablar de infantilismo patológico.Sería lo menos malo que en justicia podríamos decir de Xirinacs, ese ofensivo, cruel y repelente niñato de 75 años, empeñado en joder con la pelota de la provocación, capaz de frotar con sal y vinagre las heridas de las víctimas del terrorismo y elogiar, desafiante, a sus verdugos. Menudo hijo de su madre.
«Avui la meva nació esdevé sobirana absoluta en mi», dejó escrito en su calculada nota de suicida. Lástima que algunos de los etarras a los que elogió y otros tantos batasunos que le han embalsamado ahora con sus loas no le sigan por la misma torrentera. Sería la única forma de obtener algún beneficio colateral de ese ejercicio de autodeterminación, de esa «soberanía absoluta», exaltada de acuerdo con el diagnóstico de Steiner. Para Xirinacs lo «absoluto» era la lucha contra la ocupación de los Paisos Catalans por España, Francia e Italia, «desde hace varios siglos». Lo relativo, en cambio, el sufrimiento de quienes perdieron a un familiar en la masacre de Hipercor o cualquier otro atentado de esos «amigos» de las libertades catalanas que renuncian a la novia y al cine para seguir sembrando de bombas su camino de perfección.
Trastornados así, encabronantemente instalados en el limbo de la puerilidad patriótica, los hay en todas partes. De Sabino Arana desciende toda una remesa y el fascismo español también ha dado unos cuantos buenos especímenes, incluido algún que otro cuervo ensotanado como éste. La diferencia es que cuando la espiche el protonotario o cualquier otro de sus émulos, no habrá nadie respetable que desde el periodismo o la política se preste a amplificar su delírium trémens.
A Xirinacs, en cambio, le ha seguido el juego místico-macabro todo quisque como si en lugar de quitarse la vida, hubiera ascendido en carne mortal al Paraíso. Mientras en Madrid un cronista algo herrumbroso se aferraba a la glosa de sus constructivas enmiendas constitucionales en el bienio 77-78 -diantre, Robespierre también se opuso a la pena de muerte en la Asamblea Constituyente, pero su biografía no concluyó ahí-, en Barcelona su cortejo fúnebre ha sido el de la comunión de las almas.
Cuando Pujol le denominó «profeta bíblico» no se sabe muy bien si fue asumiendo el papel de Yahvé al contemplar como hasta a él -perdón, hasta a El- se le desmanda el rebelde Isaías o sintiendo la morbosa deleitación en la pronosticada decadencia que, naturalmente, debe suceder una vez que el brío del gran Nabucodonosor ha dado paso a la insípida molicie del pobre Balthasar tras el interregno del errático Nabónidus. Cuando, hablando en nombre de Montilla y su gobierno tripartito, Joaquim Nadal exaltó su dimensión «apostólica», no está claro si se refería a sus viajes misioneros hasta los últimos confines de los Paisos Catalans, a su judicialmente certificada apología del terrorismo o al carácter ejemplar de ese su postrer «acto de soberanía». ¿Propondrá este Govern que el suicidio de Xirinacs forme parte de su Educació per la Ciutadania?
El más sincero ha sido el novelista Alfred Bosch en el Avui, poniendo el dedo en la llaga del problema de la insuficiencia de los esfuerzos emancipadores de la Cataluña esclava: «Mentre jo buscava la supervivencia, tu abraçaves el calvari I proclamo, admirat Xirinacs, que tu has estat valent i jo he estat covard, i em temo que ho continuaré sent». Este es el gran drama: que el pueblo elegido -ni siquiera individuos tan concienciados como el compareciente- no ha estado a la altura de su Mesías. Y lo que es peor: tampoco dará la talla en el futuro porque aunque el espíritu está fuerte, la carne es débil y se conforma, acomodaticia, con las glorias del Barça y el apartamento en la playa. Por eso ya que el martirio del redentor también esta vez será en vano, descendámosle con mimo de la cruz de ese «calvario» y amortajémosle con nuestro mejor mohín de exaltación patriótica. «Xirinacs buscaba, a su manera, esta grieta del que se hace trampas en el solitario», ha escrito con meritoria lucidez nuestro antiguo columnista Francesc-Marc Alvaro. Solo cabe añadir que, visto lo visto, esa búsqueda fue lo único fructífero de tan destartalada vida.
IV.- "NI POR EL GÜEVO, NI POR EL FUERO"
De ahí que lo más irritante de sus exequias haya sido verlas impregnadas «por la decadencia -de nuevo Steiner- de la antigua y magnífica arquitectura de la certeza religiosa». Al margen de la particularidad contemporánea de que, quien como suicida hubiera tenido vedada la inhumación en campo santo, haya sido encumbrado a los altares del edén nacionalista con tanto incienso y liturgia canónica, fue esa misma manipulación de lo sagrado la que sacó de sus casillas a Quevedo cuando leyó en su prisión leonesa del hoy Hostal de San Marcos un panfleto llamado Proclamación Católica en el que los rebeldes catalanes no sólo justificaban su conducta, sino que se jactaban de tener a Dios de su parte.Concretamente alegaban que cuando, tras el Corpus de la Sangre en el que los Segadors de la «Catalunya triomfant» persiguieron al virrey como a un conejo hasta darle matarile en la playa, la celebración religiosa se trasladó a otro día posterior, «en él se paró el sol», mientras algunas de las imágenes más veneradas comenzaban a «sudar y llorar».
Sacando fuerzas de flaqueza en defensa de la Monarquía felipista que tan ingratamente le pagaba, Quevedo recordaba la severa reprimenda a San Pedro, cuando desenvainó la espada e hirió a uno de los sayones en Getsemaní, para preguntarse si ese mismo Cristo «¿alargará la vida al día por autorizar con tan esclarecido milagro un homicidio alevoso de los segadores de Barcelona?». Y aun añadía un argumento de mayor autoridad: «No se paró el sol cuando el catalán Benito Ferrer -un célebre sacrílego quemado por la Inquisición- pisó la hostia consagrada, ¿y quieren los catalanes que se pare en aprobación de la muerte que ellos dieron a su gobernador y capitán general? Hasta el sol quieren sacar de su curso, sin advertir que el privilegio de pararle lo da Dios y no el Libro Verde».
El Libro Verde o Llibre Verd era el códice del siglo XIV que contenía los fueros de la ciudad de Barcelona y, naturalmente -ay del que crea que los problemas del Estatut se zanjarán con una «sentencia interpretativa» por parte del TC- los levantados en armas contra la Corona hacían su propia lectura unilateral.En su fogosa réplica, digna por su vigor y brillantez de cualquier antología del periodismo de opinión, titulada La rebelión de Barcelona ni es por el güevo ni es por el fuero, Quevedo denuncia una falsificación que hoy resulta muy familiar: «Muchos fueros y privilegios leí tan diferentes de cómo los alegan, que los desconocí y, siendo los mismos, los tuve por otros. No los alegan como los tienen, sino como los quieren No hay fuero que diga: "Los catalanes sean vasallos sin señor, de quien quisieren, hasta cuando quisieren, como quisieren"».
Pero, además de la falta de base jurídica, Quevedo alegaba, como algunos hemos hecho con relación al nuevo Estatut, que Cataluña hacía un mal negocio intentando romper amarras con España: «Hoy nada es suyo sino la rebelión. Las haciendas son de las armas auxiliares; las vidas, del peligro; las honras, de los huéspedes, y el sagrado santuario, sueldo de calvinistas». Esta última alusión se refería a la situación del monasterio de Montserrat de cuyos tesoros trataba de apoderarse el ejército francés -plagado de hugonotes- que había acudido en ayuda de la Diputación sublevada por Pau Claris.
«Luego no es ni ha sido por el güevo», concluía Quevedo antes de apelar al famoso apólogo aristotélico del caballo que recabó el concurso de un hombre para ajustar cuentas con otros animales y se encontró muy pronto sometido a su vara y sus espuelas: «Vengado, pero sujeto al que lo vengó». La fábula servía entonces para los aliados gabachos, pero resume igual de bien el contrato que la sociedad catalana viene renovando desde el inicio de la Transición con la clase política nacionalista.
Por mucho que se calienten los ánimos en los futuros debates sobre financiación autonómica -Zapatero ya ha comentado que serán la verdadera piedra de toque que hará viable o no la aplicación del Estatut- y por mucho que la garantía de un determinado nivel de inversiones públicas, con la que los demás no cuentan, recuerde algunos de los trucos del Buscón o el Lazarillo, no creo, sin embargo, que nadie llegue a la exagerada descalificación quevedesca, propia de quien no tiene nada que perder cuando compara a los habitantes del Principado con «el ladrón de tres manos que, para robar en las iglesias, hincado de rodillas, juntaba con la izquierda otra de palo y en tanto que, viéndole puestas las dos manos, le juzgaban devoto, robaba con la derecha».
A pesar de que los nacionalistas den a menudo la sensación de estar al mismo tiempo al plato del reparto y a las tajadas de la separación, esta metáfora no es hoy en día de recibo y menos en forma de generalización. Pero cuando Quevedo acierta de pleno y se convierte en premonitoriamente actual es al volver sobre sus pasos y describir a la criatura que está rompiendo el cascarón de ese «güevo» que, ahora en su acepción más literal, ha sido empollado por la fronda de la rebelión antiespañola. «Es güevo de gallo -eso va por los franceses- y produce un basilisco».
V.- NACIDO DE GALLO, DE SERPIENTE Y DE SAPO
Aunque la palabra ya sólo se utiliza por analogía para referirse a una persona tan «furiosa y dañina» como suelen serlo muchos de estos obcecados nacionalistas radicales, la leyenda del basilisco subyugó durante siglos la imaginación popular. Se trataba de un animal mitológico, engendrado por la unión de un gallo y una serpiente e incubado por un sapo, que, al cabo de un largo periodo de gestación, nacía con una corona en la cabeza -etimológicamente basilisco procede del griego y quiere decir «regulo» o «reyezuelo»-, poseía la apariencia de sus tres progenitores y nada menos que la capacidad letal de matar con la mirada. Precisamente por eso no había método más eficaz de combatirlo que llenar las habitaciones de espejos para que su amenaza se convirtiera en autodestructiva.
El basilisco al que se estaba refiriendo Quevedo era la efímera República catalana, parida y proclamada por el concurso de voluntades entre los distintos estamentos de los rebeldes, Luis XIII y su valido Richelieu. Según explica Elliott, aquel engendro «sólo duró una semana y no sirvió más que de fachada para traspasar la propiedad de España a Francia fue una mala jugada del Gobierno republicano de la que los mismos catalanes fueron responsables».El monarca francés se convirtió en el nuevo Conde de Barcelona.Como advertía Quevedo, «mudar de señor no es ser libres». Portugal nunca volvió a la corona española, pero Cataluña fue reconquistada pronto por la fuerza, para gran alivio de la mayoría de sus habitantes.
Si aquella pretensión de entonces de ser «libres con señor» era, según Quevedo, «aborto monstruoso de la política», ¿qué otra cosa puede diagnosticarse ahora respecto a este nuevo basilisco estatutario que establece que la «nación catalana» se constituye en «comunidad autónoma» española, mientras se arroga hasta la «competencia exclusiva en materia de tiempo libre», como si pudiera ser «libre» algo -nada menos que el territorio de Eros y de Cronos- cuando se afirma que «compete exclusivamente» al arbitrio del poder?
Concebido inicialmente a resultas de la tórrida entrega de Zapatero a la fuerza seminal de sus aliados de Esquerra e Iniciativa, durante el calentón de una noche de farra con Maragall y otros amigos; incubado luego, entre varias tentativas de aborto, durante las seductoras visitas de Artur Mas a La Moncloa, pitillo en ristre; y podado al fin, al buen tun tun, de algunas de sus extremidades más aparatosas justo antes del parto, el deforme monstruito lleva ya más de un año correteando entre las palomitas de la Plaza de Cataluña -perdón, de Catalunya- sin que el Tribunal Constitucional se haya dignado aún bendecirlo en su pila bautismal. Como hijo de tantos padres arrastra las taras de todos ellos, sin que la jungla dispositiva de sus tropecientos artículos deje margen para que puedan brillar con limpieza las virtudes de ninguno.Y, al igual que en las leyendas medievales, el basilisco no es solamente una criatura, sino también una atmósfera de ansiedad, inestabilidad y amenaza.
VI.- LA TEMPERATURA DEL AGUA EN EL OASIS
Que nadie espere por parte de Zapatero un impulso clarificador a este respecto. Si por él fuera Maria Emilia Casas se habría olvidado este verano, haciendo submarinismo en un arrecife de coral, la llave del cajón en el que tiene bien guardados los recursos del PP y el Defensor del Pueblo. «Parece que, por temperamento -diagnostica Elliott-, al Conde-Duque le costaba trabajo tomar decisiones claras y netas, sin acompañarlas de fórmulas restrictivas y proposiciones subsidiarias que debilitaban o subvertían la línea de actuación que proponía seguir. Fuera como fuera, daba muestras de tener una persistencia a vacilar hasta que en vez de elegir él su política, la política lo elegía a él». ¿Se acuerdan de aquello de «apoyaré el Estatuto que venga de Cataluña»? ¿Y de aquello otro de «Nación, ese concepto discutido y discutible»? Háganlo en marzo a la hora de votar.
Hasta entonces la única terapia que nos queda es la de los espejos.Cuanto más minuciosamente contemple la sociedad catalana al reyezuelo que se le ha instalado dentro, más posibilidades tendrá de desembarazarse algún día de su yugo porque uno de los atributos de todo basilisco es que «si mira lo que hace, deshace lo que mira». Por eso la participación en el referéndum no llegó al 50%, por eso el índice de insatisfacción política -según el Centre d'Estudis d'Opinió de la Generalitat- acaba de subir cinco puntos y aúna ya al 60% de los catalanes, por eso en este verano del descontento la crítica política adquiere ya el tono de las increpaciones de la grada del Camp Nou:
«Geli, menys propaganda i més fets», le espetaba el otro día Sergi Fidalgo desde su muy seguida columna de e-noticies a la consejera de Sanidad Marina Geli. «Menys discursos i més metges.Menys demagógia O es que tens accions de les mútues privades i ja et va bé el deteriorament de aquest servei públic? No ets consellera de Salut, ets consellera de la Sanitat Pública de Merda».
Esta es la verdadera temperatura del agua en el oasis. En ningún colegio de la ciudad que fue capital mundial de la edición en castellano se puede estudiar hoy en la lengua de Quevedo. Muy pronto tampoco en sus universidades. En la otrora Atenas de la modernidad se vigilan los rótulos de los escaparates como en Teherán el largo de las faldas. Los únicos records que bate ya la Barcelona olímpica son los del ensimismamiento. Entre tanto el ateo Carod rinde homenaje institucional al suicida Xirinacs en una basílica católica -al que no le guste «que se aguante»- y a Montilla se le sigue poniendo cara de lenguado embandejable.Pero a base de oficializar sus casi cuatro siglos de enemistad y antagonismo con cuanto significaba Olivares, a la Cataluña real parece habérsele contagiado aquella característica tan singular que el nuncio pontificio veía en el valido de Felipe IV: «Siempre quiere hacer ver que en realidad no quiere lo que está queriendo».
pedroj.ramirez@el-mundo.es
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2 comentarios:
Podría haber sido peor, imagínate que en vez de citarte a Pedro J. le da por ponerse un corpiño rojo y acercarse a ti con un bote de aceite Johnson's.
Saludos.
Sergio, Pedro Jota Calvorota, un corpiño, un consolador y los dos a tomar por culo.
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